Depredadores
[ por: Andrés Daly ]
Hay un territorio sin ley donde aún se vive y muere, como en un viejo western, según la fuerza, velocidad y astucia de cada uno. Depredadores y víctimas comparten el asfalto, moviéndose sobre ruedas a lo largo del desierto infinito y las carreteras que lo cruzan. O ese es el miedo que al cine le gusta alimentar cada cierto tiempo, en road movies -películas de carretera, un subgénero cinematográfico- como este, el primer largo de Jonathan Mostow (U-571, Terminator 3, Surrogates) o como en la memorable y angustiosa “Duelo” (Duel, 1971) la primera película, también, de Steven Spielberg. Aunque ambas comparten a un camión como símbolo del cazador, del neo mounstro implacable (que Spielberg luego transformaría literalmente en Tiburón, Dinosaurio y Trípode Alienígena) en “Duelo” su forma era aún mas primigenia: casi sin conductor y por lo tanto sin rostro. Lo que es peor, sin motivos. Un camión oxidado que parecía jugar con su presa para luego devorar al ciervo, al asustado y patético David Mann (Dennis Weaver) el conductor de un pequeño auto rojo, solitario humano en la carretera.
En “Sin Rastro” (Breakdown), aunque los motivos son mucho más claros y terrenales comparados con “Duelo”, la violencia despiadada no aminora sino que crece, en este desamparo que parece ocurrir entre los pueblos de nadie a lo largo del centro geográfico de EE.UU, y que a mí ya me pone los pelos de punta de sólo pensar en esos rednecks, en los fanáticos religiosos y en la cultura del dinner de camino en la nada, las serpientes de mascotas y los pueblos de lo que es imposible escapar, como en la pesadilla de “U-Turn” (1997) de Oliver Stone.
El citadino Jeff Taylor (Kurt Russell, que vimos también en las maravillosas carreteras violentas en “Death Proof” de Quentin Tarantino en el 2007) viaja con su hermosa esposa Amy (Katheleen Quinlan) en su reluciente camioneta nueva en busca de un segundo y exitoso comienzo en otra ciudad. Luego de un cruce desafortunado con otro vehículo, con el que casi chocan –en el desierto, lo que ya es sospechoso- y posteriormente del encuentro con sus dos conductores rednecks en una bencinera, Jeff y Amy conversan de donuts, trabajos y casa nueva y otros asuntos por el camino cuando se quedan en pana. Ni un alma a la vista. Después de un buen tiempo, un camión pasa por su lado y el camionero, muy amable, ofrece llevarlos a un restaurante cercano para pedir la grúa (el celular nuevo de Jeff, que es del tamaño de una tostadora, no tiene señal) y poder salir del problema. Jeff, asustado por el prospecto de ver su auto nuevo desaparecido o hecho pedazos por los rednecks, que los han estado siguiendo desde lejos, prefiere quedarse en él, mientras su mujer se va con el camionero y vuelve con la grúa. BIG MISTAKE, Jeff.
La próxima vez que el desesperado Jeff verá al mismo camionero, será varias horas después y acompañado de un oficial de policía en el camino, que lo hará detenerse. El camionero dice no haber visto jamás en su vida a Jeff – éste se puso blanco de inmediato, yo también – y así, la simpática Amy se ha convertido en una más entre las miles de personas que desaparecen al año en las carreteras, para no volver a aparecer jamás. Una vez que la policía se va, Jeff se convierte automáticamente en la nueva presa de una horrorosa operación que un reducido grupo, integrado por el camionero y un trío de pueblerinos, ha estado realizando durante años. Cuando vemos más adelante las cajas llenas de cámaras fotográficas, patentes de autos de distintos estados y otros objetos acumulados en un ático de un granero, queremos entrar a la pantalla a ayudar al frenético Jeff a encontrar a Amy antes que sea demasiado tarde.
Suspenso despiadado en la carretera, que aparte de colocar imágenes perturbantes en tu mente –para mi todas fuera de cámara- de lo que realmente debe estar ocurriendo permanentemente en estos caminos de nadie por allá y aquí también, aporta un espectacular duelo caminero final. Si manejas y quieres vivir, abre los ojos.
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