Un hombre chileno de setenta años repite una rutina durante las cuatro décadas que ha vivido en México. Despierta, hace un poco de ejercicio junto a su cama, se baña, se enfunda en una camisa, corbata, pantalón y se va en bus directo desde el edificio donde vive al edificio donde trabaja. Martínez (Francisco Reyes) pasa sus años en una anónima oficina detrás de una planilla de excel, ordenando papeles y archivadores que a pocas personas les importarán y que languidecerán, sin duda, en una bodega hasta que terminen eventualmente en la basura en algunos años más. Vuelve a su departamento, duerme y repite la rutina al día siguiente con precisión y sin rastro de una pareja, amigos, familia o pasiones personales. Este es el retrato de una vida solitaria pero no por esto simple: es un relato contado con un ojo extremadamente preocupado de los detalles que informan este mundo, de elegir cada objeto, sonido y textura que rodean el micro mundo de la película Martínez (2023).
Bueno, en realidad sí hay una pequeña pasión personal. La única actividad que parece darle placer al solitario Martínez es nadar. Sumergido, el hombre se conecta brevemente con sus sentidos, que a estas alturas ya parecen irremediablemente oxidados y al borde del derrumbe. Así se le ha pasado una vida (casi) entera a este hombre gruñón que evita en lo posible interactuar con cualquier otra persona a menos que sea estrictamente necesario. Esto hasta que el relato introduce dos hechos que vienen a quebrar su rutina: una inminente jubilación -con un reemplazante al que debe entrenar, muy a su pesar- y la muerte de su vecina del piso de abajo. Su reemplazante, Pablo (Humberto Busto, balanceando muy bien una fachada cómica sobre un drama interno) es un alegre hombre que intenta conectar con el protagonista, que lo rechaza constantemente. Pablo está partiendo con entusiasmo en su nueva oficina, pero para el protagonista éste representa la alerta de una vida que parece que poco a poco va a terminar siendo tan solitaria como la suya. Por otro lado, la vecina de su edificio, alguien tan reservada como Martínez, muere sin familiares, amistades o amores que se preocupen de su cuerpo abandonado a su putrefacción en su departamento hasta que los vecinos reclaman. Sus objetos personales son tirados a la calle para que se los lleve el próximo camión de basura.
Es una libretita un poco femenina para ti, ¿no, Martínez?
Esta es la sacudida que el protagonista necesita para mirarse a sí mismo a través del final lamentable de su vecina; decide entonces rescatar los objetos y reconstruir esa vida que se fue a través de los fragmentos que quedaron de ella, sus cachureos, una libreta llena de anotaciones y boletos, su música. El meticuloso Martínez, como un arqueólogo, va cuidadosamente estudiando, enamorándose de este fantasma y al mismo tiempo, de la posibilidad de vivir. Una conexión tardía -pero hey, nunca es demasiado tarde- para dar un giro paulatino a su propia vida, mientras va explorando mundos que pensaba que estaban muy alejados de él mismo.
El amor de mi vida has sido tú. Mi mundo era ciego hasta encontrar tu luz. Hice míos tus gestos, tu risa y tu voz. Tus palabras, tu vida, y tu corazón. El amor de mi vida has sido tú. El amor de mi vida sigues siendo tú. Por lo que más quieras, no me arranques de ti. De rodillas te ruego, no me dejes así. ¿Por qué me das libertad para amar? Si yo prefiero estar preso de ti. Quizás no supe encontrar la forma de conocerte y hacerte feliz – Camilo Sesto
Estrenada durante SANFIC y con la presencia de parte del equipo de producción y su actor protagónico, la película escrita y dirigida por Lorena Padilla fue una sorpresa agradable. Martínez es una película trabajada con cuidado desde sus personajes; especialmente el propio Martínez, con un excelente trabajo de Francisco Reyes, aprovechando cada silencio y el poco diálogo de un personaje enclaustrado y poco expresivo -un actor que a muchos de sus compatriotas se les olvida que ha tenido muy pocos pero buenos roles en el cine, no todo es televisión señoras y señores– pero también por los compañeros de oficina del protagonista, todos viajando en soledades diferentes, colegas en un barco que se esta hundiendo poco a poco sin que se den cuenta. Es una película de presupuesto modesto -grabada además durante la pandemia- pero que aprovecha muy bien sus recursos y los pocos espacios que conocemos, como el departamento sin personalidad del protagonista, que empieza a ser ocupado poco a poco por los objetos de la mujer fallecida; hasta la oficina árida y espantosamente fome, de maderas artificiales, computadores de inicios de la década del 2000, plásticos y múltiples archivadores que solo deletrean H-U-Y-E D-E A-Q-U-Í a quien la visite (¿cuántas veces hemos ido a hacer un trámite a una oficina así, esperando que llegue nuestro turno?), con un reloj de fin de jornada y los dulces de la tristísima secretaria Conchita (Martha Claudia Moreno, dando en el clavo de su soledad, especialmente en la escena del karaoke) como los pocos alivios de un día que parece que no se acaba nunca.
El único problema de la historia es que en su afán de ser reiterativo para remarcar la rutina del protagonista, quizás hacen falta algunas secuencias que le den al guión otros caminos a explorar para seguir profundizando en su protagonista, seguir sacándole así nuevas capas, especialmente cuando las secuencias de las interacciones en la oficina se vuelven un limbo del cual nosotros también como espectadores queremos escapar.
Me dijo que era lo más hermoso que le habían dicho en su vida.
Solitaria, sensible e inteligente para ir develando el arco del despertar de su protagonista, Martínez es de esas comedias oscuras de pocas risas pero de mayor reflexión, que presentan un espejo incómodo al espectador y le hacen preguntarse si a lo mejor debería apagar el computador e ir a un planetario, enamorarse en una playa mexicana o comerse ese rico helado antes de que sea muy tarde.