En una película tradicional, para narrar doce años de la vida de un niño, su pubertad, hasta que se convierte en adulto, necesitamos escenarios diversos y lapsos de tiempo artificiosos.
Esta es distinta: fue filmada en tiempo real.
Somos testigos con esta apuesta de sus cambios físicos, contextos. La elección de miradas que hay en la secuencia completa tiene mucha lucidez y me hace sentido por dos razones: tengo una hija que anda por esa edad en que comienza la trama del protagonista, y, además, tengo la edad de sus papás, así que agradezco haberla encontrado diez años después de su estreno.
Mason (Ellar Coltrane) es el hijo menor de un matrimonio fallido. Al separarse sus padres queda él con su hermana mayor a cargo de su mamá (Patricia Arquette). Ella, buscando nuevas chances en vida de pareja, toma nupcias con un profesor universitario, un policía. Ambas relaciones muy violentas. El niño, desde muy temprana edad es testigo de dinámicas viciadas que le quitan el techo estable. Aparecen hermanastros, casas, barrios, como un ciclo de respiración natural.
Su papá (Ethan Hawke) es un disparate, que marca una presencia intermitente a la vez que cariñosa. Habla cosas incómodas y políticamente incorrectas.
Arquette y Hawke interpretan de forma magistral sus roles, con actuaciones verosímiles, profundas. Las figuras parentales están para instalar un abismo relacional, la ruptura desde las bases, y el complejo paso de la infancia a la primera adultez de su protagonista.
Un profesor universitario que tuve, decía que la verdad escénica radica en los cuerpos, sus voces, fisonomías. Afirma que el ojo humano está condicionado para establecer una conexión inmediata entre la apariencia y lo que inferimos en nuestro cerebro. Esta obra comprueba para mí esa teoría. Es una maestría visual.
Por momentos tiene cara de documental. Me imagino los encuentros que deben haber tenido el elenco año tras año, ese contrato alargado y paciente del equipo completo para darle carne a esta historia familiar extendida, donde la evolución corporal es lo más potente a mi gusto. Soy testigo de cómo se va poniendo angulosa la cara del protagonista, su hermana se tiñe el pelo, mamá se lo corta y papá se va poniendo más canoso. Es una mirada generacional a la sociedad gringa, a las tendencias de esa época, los candidatos presidenciales, las armas, las redes de apoyo.
El guión no se revuelca en formas crípticas, todo lo contrario. Es un trazo de vida sencilla en extremo, que nos hace reconocer esos pasajes, ya sea porque los vivimos o conocemos a alguien que le ocurrió algo parecido.
Está llena de hitos obligados. Los primeros amores, despertar sexual, amistades. Particularmente notable la escena en que Mason deja su casa para ingresar a la universidad y su mamá queda sola. Él parte, ella queda.
Las temáticas que la cruzan son la incondicionalidad, el paso implacable del tiempo, la dependencia emocional, el trauma y el deseo de vida y amor.
Boyhood emociona, quema etapas a todo aquel que respira, independiente de sí estás empezando, a mitad de camino, o juegas tus descuentos. Es una forma de hacer cine que nunca antes había visto. Una pieza que enrostra la apertura de ciclos inevitables, constata el paso del tiempo en los cuerpos, moldea nuestros lugares en el mundo. Un fractal absoluto, porque su ojo está puesto en situaciones cotidianas que nos abren múltiples formas de repensarnos. Tan generosa en su discurso, que posibilita sacar conclusiones y tomar partido, aunque no sea nuestra vida la que pasa en esa pantalla, por mucho que tendamos a creer que sí.
* Boyhood (2014, Richard Linklater) está disponible en Netflix y Apple.