A propósito de la presencia en salas de cine de la película «El niño y la garza» (2023), la más reciente obra del director Hayao Miyazaki, autor que volvió de su retiro para darnos una historia muy profunda en su particular universo, vale la pena recordar un clásico de su filmografía: Mi Vecino Totoro (1988). La popular película que dio notoriedad a su estudio de animación, Studio Ghibli, fue la que los identificó como creadores de grandes historias animadas no sólo en Japón sino que alrededor del mundo y que ya ha cumplido más de 35 años encantando a nuevas audiencias.
Como en otras películas de Miyazaki, el viaje de la ciudad a la naturaleza es uno que puede desencadenar el encuentro con un mundo mágico que se oculta dentro de estos paisajes y del que sólo los niños, con su imaginación sin límites, sus emociones sin filtro y su capacidad de observación sin prejuicios pueden, como si tuvieran una llave especial, abrir y explorar. La historia narra el viaje de un profesor universitario, Tatsuo, con sus dos hijas, Satsuki y Mei, a una vieja casa en el campo. La pareja del profesor y madre de ambas está internada y enferma en un hospital próximo en el área. Desde hace un tiempo que Satsuki y Mei viven con la incertidumbre -poco discutida, pero rondando en el aire- de la posibilidad de la muerte de su madre.
Con una ternura pocas veces vista, la película es capaz de dibujar esos momentos de feliz abandono de la infancia: las carreras alocadas de Satsuki y Mei por los rincones de la vieja casa y las mil posibles aventuras que se esconden en los recovecos de los paisajes cercanos, los momentos familiares con su padre (que hace lo que puede para sostener su familia bajo la ausencia maternal), el clásico miedo a la oscuridad, las discusiones entre hermanas y la imaginación fértil que abre la posibilidad de descubrir los animales fantásticos que viven en paralelo con nosotros. Pronto las niñas conocerán a Totoro, una criatura fantástica que vive en un lugar oculto del bosque junto a otros animales mágicos. Totoro tiene rasgos de comportamiento de gatos, conejos y osos, y es tan fascinante el misterio y carácter del personaje, que terminó convirtiéndose en la mascota oficial del estudio hasta el día de hoy.
Dada la generosidad de las niñas con Totoro, al que le regalan un paraguas en un día muy lluvioso, Totoro les devolverá la mano ayudándolas a sembrar y proteger su nuevo hogar con nueva vida, a darle una visita y un regalo a su madre y en el fondo, a acompañarlas durante este tiempo de crecimiento, de espera y dudas.
Una secuencia inolvidable: Satsuki, la niña más pequeña, que debe tener 4 o 5 años, se pierde y todo el pueblo la busca. ¿Hay algo más angustiante que un niño perdido?. Es un momento que te transporta directamente a un drama de la vida real, con una escena particularmente oscura: alguien encuentra un zapato de niña flotando en un río. El pueblo empieza a buscar su cadáver en este. Luego, un salto difícil de lograr pero que habla de la cualidad del cine de Miyazaki: pasamos del terror de este posible giro dramático a la magia del extrañísimo y fantástico gatobús de Totoro para buscar, junto a su hermana mayor, a la niña perdida a toda velocidad por el paisaje.
Una película que te deja cantando su tema principal y con nuevas ganas de volver a visitar este mundo. ¡To-to-ro, Totoro!.