Un barman mudo y de crianza amish llamado Leo (Alexander Skarsgård) encabeza -y descabeza a quien se le cruce- la investigación de la súbita desaparición de su misteriosa novia Naddirah (Seyneb Saleh) en un Berlín futurista con fuertes -casi pestilentes- aromas a la ciudad de Los Angeles en Blade Runner.
Agradecido e hipnotizado siempre por la representación de una ciudad cyberpunk en el cine (y aquí abajo dejo algunas imágenes hermosas del arte conceptual de la película), el cuarto largometraje de Duncan Jones, director de la fantástica “Moon” y del estupendo thriller cruce-del-Día-de-la Marmota-y-thriller-llamado-“Source Code”, se le olvida que si no tenemos un protagonista potente con el cual involucrarnos, todo el contexto, por más estilizado y alucinante que este sea, nos va a importar relativamente muy poco. Aquí reside la debilidad -y desafío autoimpuesto- de tener un protagonista mudo. Si bien el Deckard de Blade Runner no destaca por ser un detective parlanchín -ya que vamos a hablar del mundo referente de Mute- Ridley Scott sabe muy bien como regalarnos diversos momentos donde vamos entendiendo a este cazador de replicantes, a través de la fantástica visualidad y los signos ocultos tras ella, de las interacciones de Deckard con los demás y, principalmente de las elecciones que el propio cazador toma con cada una de sus víctimas. El cuerpo y rostro de Harrison Ford nos entrega su percepción del mundo y de su ingrata tarea. El protagonista de Mute, por otro lado, es un teclado bicolor de solo dos teclas: opera con amor casi adolescente hacia su novia o con violencia explosiva a quienes le hagan daño. Eso es todo.
Una lástima pues Jones si dibuja muy bien un villano multicolor en Cactus Bill (un Paul Rudd sorprendente en su anticasting), que se roba cada escena donde aparece y es, por lejos, el personaje más redondo en este homenaje deslavado a los mundos distópicos del director de Alien.