Brian Gilcrest (Bradley Cooper) es un reconocido contratista militar que viaja a Hawaii a realizar acuerdos con las autoridades de la isla -la bendición de una «puerta», algo que nunca entenderemos del todo- y para asistir a su billonario jefe llamado Carson Welch (Bill Murray). Este desea lanzar un satélite de dudosas y secretas intenciones, apoyado por los ingenuos militares norteamericanos.
De paso, Gilcrest se da cuenta que puede aprovechar su súbito retorno a la isla para visitar a su ex novia Tracy (Rachel McAdams), con la que tiene una que otra conversación pendiente. Entre ellas, su posible paternidad de la primera hija de esta, que tiene 13 años de edad, que es la misma cantidad de tiempo que él se ha ausentado del paraíso tropical donde vivía. Una cosa poca. Tracy tiene, además, un segundo hijo, que anda por la isla -convenientemente para la trama- grabando todo lo que ve. A todo lo anterior se suma el romance -express- que Gilcrest vivirá con la muy formal y/o excéntrica y quirky (dependiendo de la escena) piloto Allison Ng, interpretada por Emma Stone, y asignada por el ejército a… ¿acompañarlo durante sus trámites en la isla?. Excusas, excusas, Crowe.
El tiempo no ha tratado muy bien al director y guionista de «Aloha», Cameron Crowe. Con ese corazón tan grande que lo caracteriza y que vierte sin pudor en sus películas, el autor de las inolvidables «Di lo que quieras» (Say Anything, 1989), «Jerry McGuire» (1996) y «Casi Famosos» (2000), un tríptico imperdible para cualquier cinéfilo, romántico y cualquier ser humano en general, últimamente ha filmado historias que se han ganado calificativos poco bondadosos por la crítica y el público, que le han ido quitando su favor. Algo ocurrió, poco después de ese lamentable paréntesis en sus sensibles temáticas, cuando realizó el thriller-remake-turkey que todos preferimos olvidar, llamado «Vanilla Sky»(2001). Tan solo en este humilde sitio web, dos de sus últimas películas se llevaron comentarios -de dos personas distintas- tan duros como «dulzón y bobo drama familiar» (We Bought a Zoo, 2011) y «edulcorada, manipuladora, estúpida e insufrible historia romántica» (Elizabethtown, 2005). Y eso que venían de admiradores de su obra anterior. ¿Qué pasó? ¿Una desconexión con su público? ¿El mundo se volvió mucho más cínico de lo que ya era?. No lo tengo claro.
Aloha tiene algunos pocos momentos donde se vislumbra, en una ráfaga veloz, ese director que nos encantaba, años atrás, con su retrato de las relaciones sentimentales, del amor por el otro y del amor propio: del descubrimiento y la capacidad de sus protagonistas masculinos de encontrarse finalmente, de revelarse al resto (y a sus seres queridos) como realmente son, de dejar las máscaras y describir lo que anhelan y sienten a través de acciones rotundas y diálogos memorables, sinceros, llenos de emoción. Aloha contiene, también, varias de las secuencias mas estúpidas de las que tenga memoria; una con un satélite maléfico destruido por el poder del pop, la música y MTV (y por amor, nada menos, dios mío), una bizarra escena donde el protagonista se confiesa como pocas veces a una mujer con un gorro que le cubre totalmente las facciones (que no son menores, pues es Emma Stone y sus deliciosos ojos de huevo frito no deben ser jamás ocultados) u otra con antiguos espíritus de la Isla, que deambulan para que la pareja deba ocultarse y creer en aquello que no se ve. Qué carajos te pasa Cameron Crowe.
Si tengo que quedarme con algo -aparte del estupendo baile de Bill Murray y Emma Stone- es con el tercer final. Spoiler. Aquí vamos, si aún quieres verla deja de leer. En rigor, Aloha tiene tres finales sucesivos. En el primero, Gilcrest hace las paces con su ex novia Tracy y con su marido: esta familia se reconcilia mientras él mira desde el umbral. En el segundo, Gilcrest recupera la chica que iba a perder: Allison Ng, ese romance que Crowe desea embutirnos con muy poco éxito. El tercer y último final, es una de las escenas más bellas (y simples) que he visto en cualquier filmografía y lo mejor de haberme sentado a ver Aloha. Crowe toma un recurso que exploró en el primer final -dos hombres se dicen varias verdades con tan sólo mirarse a los ojos- y lo lleva a su máxima y más bella expresión. En la noche antes que Gilcrest se retire definitivamente de la isla, lo veremos por última vez caminando hasta detenerse afuera del ventanal de un estudio de danza. En el interior, una chica adolescente mueve delicadamente sus manos en un baile polinésico, junto a otras jóvenes. Gilcrest la mira y sonríe. Ella lo mira de vuelta, intrigada y poco a poco, Crowe va de un plano al otro hasta que la chica comprende que ese hombre parado allá afuera, que sonríe y asiente, es su verdadero padre. Llora y corre a abrazarlo, para luego volver, feliz, a seguir bailando con la verdad en sus ojos.
Momentos tan hermosos como este son los que le dan a uno deseos que Crowe pueda, ojalá, sorprendernos nuevamente en el camino.