[ por: Luis Felipe Zúñiga ]
Disney World, tierra donde los sueños infantiles se hacen realidad. Han pasado más de 40 años desde que el complejo turístico más visitado del mundo abrió sus puertas y su popularidad se rehúsa a mermar. Porque la inocente y amigable imagen proyectada por el imperio multimedial del ratón Mickey ha resistido duros embates, como aquel rumor que tiempo atrás manchó el honor de su padre creador, Walt Disney, al tildarlo de racista y antisemita. Sin embargo, aquel incólume posicionamiento de marca hoy toma rumbos desconocidos, puesto que dos de sus principales baluartes y acaso más venerados rostros, las cantantes y actrices juveniles Vanessa Hudgens (High School Musical) y Selena Gómez (Wizards of Waverly Place), se tomaron un pequeño receso mediático. Ambas dejaron la cándida estampa pop que por años fraguaron con el objeto de buscar nuevos rumbos artísticos.
No deja de ser curioso que la atracción profesional que sedujo a este par de íconos adolescentes se situara en Florida, la misma tierra que las vio nacer y que hoy se ocupa de perpetuar su escueto pero popular legado. En vista de aquella aparente paradoja, surge la pregunta inmediata: ¿es Spring Breakers, el debut en el cine con mayúscula de ambas chicas y la película que esta semana nos convocó, la desvergonzada reacción de dos jóvenes artistas hastiadas de que se las subvalore? El guión lo sugiere en ciertos pasajes (como cuando la voz en off de una de las protagonistas aduce “lo precioso que es romper con la realidad”). Pero una respuesta más satisfactoria a aquella interrogante habría que buscarla en las motivaciones que llevaron a su director, el estadounidense Harmony Korine, a construir esta pequeña fábula de índole neo-hippie.
Niño maravilla del cine independiente norteamericano, alabado por Werner Herzog y emulado por un buen puñado de realizadores actuales (el reciente nominado al Oscar por Beasts of the Southern Wild, Benh Zeitlin, le debe mucho a su narrativa), Korine lleva años examinando conductas humanas al margen del sueño americano. Tras escribir la trasgresora Kids, dirigió su ópera prima, Gummo (1997), donde el foco de estudio era un grupo de nihilistas sujetos oriundos de Ohio que vagaban por las desiertas rúas de un pueblo asolado por un tornado. Luego, en Julien Donkey-Boy, posó su mirada sobre la difusa existencia de un no tratado esquizofrénico, mientras que, tras un receso de casi 10 años, en Mister Lonely apuntó los flashes hacia una comunidad de románticos imitadores de íconos pop norteamericanos que se recluían en las dependencias de un castillo escocés. Pero probablemente donde la marginalidad bordeó el exceso fue en Trash Humpers, ese provocador y molesto registro simulado de un grupo de seniles sociópatas obsesionados con penetrar lo que se les interpusiera.
En Spring Breakers, su quinto y más popular largometraje, los personajes también transitan por los extremos, pero dejando en claro que existe un centro referencia. Faith (Gomez) es una devota e íntegra universitaria seducida por tres compañeras de clase para seguirlas en un viaje «especial» a Florida durante las vacaciones de mitad del período académico. Con la ansiedad por arrancar pero sin los ahorros suficientes, Candy (Hudgens), Brit (Ashley Benson) y Cotty (Rachel Korine) asaltan un restaurant para obtener dinero y partir. Pero una vez allá, lo que comienza como un paraíso de fiesta incesante y desenfrenado consumo de alcohol y drogas, acaba con las cuatro chicas arrestadas y liberadas bajo fianza por la intervención de un rapero y narcotraficante local (James Franco) con dudosas intenciones. La situación desconcierta a Faith, quien toma un bus de retorno a casa, dejando al grupo sin la potencial brújula moral con que contaba hasta ese entonces. Convencidas de no querer volver a sentarse nuevamente en una sala de clases y bajo la consigna YOLO (You only live once), las tres jóvenes restantes se vuelcan en una espiral de decadencia y excesos que culmina al filo de la inverosimilitud.
Oscuro y barroco retrato de la actitud lasciva exhibida por la juventud actual, Spring Breakers juega con la exuberancia como si se tratara de la materia de prima de un recargado collage cultural. Por eso, la textura visual azucarada y fosforescente que satura el filme no desentona al sucederse, por ejemplo, de repetidos planos de artillería criminal de alto calibre. Porque en aquellas conexiones indefinidas radica el interés de Korine: aparentar superficialidad y sinsentido donde existe subliminalidad y certeza. Es la certidumbre un generación desadaptada y fracturada, autoconvencida de que la única ética posible es la no ética. Tal como en los videojuegos, matar al «malo» nunca fue mejor.