[ por: Luis Felipe Zúñiga ]
Cuántas preguntas y tan pocas respuestas. Es la primera impresión que queda tras ver Upstream Color. Un relato audaz, vanguardista y desafiante, de esos rara vez disponibles en la cartelera (el último que recuerdo fue «El árbol de la vida», estrenado en el verano del 2012).
«Upstream Color» conviene apreciarla más como un ensayo vertido en imágenes que como una historia lineal. Con una trama central que sigue el perpetuo ciclo vital de un parásito a través de sus diferentes estados (larvario, animal y vegetal), el relato se mueve en torno a Kris y Jeff, dos sujetos que han visto afectadas sus vidas y comportamientos al cruzar destinos con este complejo organismo. Ella (Amy Seimetz), infectada a la fuerza por un extraño que utiliza la larva como medio para hipnotizarla y robarle hasta el último céntimo. El (Shane Carruth, director, escritor, montajista y compositor de la banda sonora del filme), ex corredor bursátil también hechizado bajo el influyo de este agente de extraña procedencia. Imbuidos paralelamente por el mismo espíritu ajeno, ambos se encuentran por primera vez al interior de un tren urbano. A pesar de que la atracción es instantánea, entre ellos se devela que hay un vínculo aún no resuelto. En parte éste tiene que ver con un granjero que cría chanchos, a los cuales “escucha” como inspiración de uno de sus aparentes quehaceres: la fabricación de sonidos.
Presentes todos los articuladores de la historia, lo interesante no está descifrar la lógica detrás del intricado montaje del que Carruth se vale para narrar. Es más, probablemente el primer visionado se limite sobre todo a una experiencia sensorial. Y en esta instancia, serán las reflexiones personales desprendidas donde el espectador concite el mayor interés. ¿Es este un drama romántico? ¿O más bien es una historia de amor espiritual, donde los involucrados trascienden la sustancia corpórea?
Con reminiscencias a la filosofía trascendentalista, forjada en la primera mitad de siglo XIX por el movimiento intelectual proveniente del este de Estados Unidos, Carruth se valió de los conocimientos del filósofo Henry David Thoreau planteados en su libro «Walden, la vida en los bosques» para diseñar un relato donde tienen cabida postulados como “que el alma de cada individuo es idéntica al alma del mundo y contiene lo que el mundo contiene”. Así podría explicarse la dinámica cíclica según la que opera el parásito en cuestión, primero en forma de gusano, luego incorporado dentro de un cerdo y, en su tercera fase, en la forma de una orquídea azul. Entonces, sería su paso accidental por el cuerpo humano – reflejado en las historia de Kris y Jeff – el desencadenante del tema en cuestión: ¿somos conscientes del animal interno que tenemos dentro? ¿cuán conectados estamos con nuestra naturaleza y sus reglas.
«Upstream Color» se erige en principio como una película críptica en cuanto a su narración, pero muy abierta respecto a su fondo. Y por más que las preguntas generadas no encuentren asidero después de una primera pasada, la fuerza y precisión de las imágenes quedarán durante un buen tiempo incrustadas en el subconsciente. Tal como si se tratara de un cúmulo de fotogramas adosados a un sujeto que se rehúsan a abandonarlo. Lo que resta es si el espectador asimila o rechaza el injerto.
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