Jeepers, I love you Johnny.
Un año después de haber realizado la película con la que volví a ver y escribir sobre cine negro esta semana, The Woman in the Window (1944), su director Fritz Lang y los tres actores protagónicos estrenaron un nuevo film noir que los volvió a reunir. Esta vez, la historia es un poco más bastante más oscura que la anterior.
Christopher Cross (Edward G.Robinson) es el epítome del hombre castrado. De poca y nula autoestima, casado por conveniencia/error/estupidez con una mujer detestable que lo odia con cada gramo de su ser y que lo humilla cotidianamente; se aburre cada día en su trabajo como un anónimo cajero en un banco, no tiene amor, sexo, amigos, sueños o ambiciones de ningún tipo. Lo único que lo motiva es la pintura, un hobby que usa como vía de escape y única forma de expresión.
Sin saberlo, este triste cajero de banco y pintor autodidacta que no firma sus cuadros (repito, no tiene autoestima) y carece del valor de sacarlos del baño donde se esconde a realizarlos es, realmente, un muy buen artista. Pero no será el quien se beneficie de su arte.
La vida del aburrido Cross personificado por Robinson, tal como en The Woman in the Window, va a tomar un rumbo inesperado cuando, otra vez, se encuentre nuevamente con la femme fatale que caracteriza Joan Bennett, esta vez como Katherine “Kitty” Price.
Kitty, sin espacio para las dudas, ya no es la mujer que podíamos intercambiar con suspiciacia como buena o quizás mala en The Woman in the Window sino que, directamente, esta es una villana. Cruel, oportunista, sádica, manipuladora y dispuesta a todo por el hombre que ella ama, Johnny Price (nuevamente, Dan Duryea en otro de sus roles perversos en el mundo noir de Lang): un sujeto que, a su vez, utiliza a Kitty a su conveniencia. Y la cachetea cuando le da la gana.
Kitty manipula a Cross, convenciéndolo de que ella es esa emoción que él buscaba, fingiendo que satisfacerá los impulsos de este hombre mucho mayor que ella, cuando en realidad sólo necesita un tonto con dinero para ella y para Johnny. No será, ni siquiera, su amante, en el rigor de la palabra.
Cuando Cross deje de caer en las trampas constantes de Kitty y Johnny, se acerca un final de antología donde el hombre común y corriente se zambuye en la oscuridad más completa, y el espectador, por identificación, también quiera asesinar.
Lang vuelve a azotarnos con su moralismo noir con la diferencia que aquí el final es real y contundente y, quizás, uno de los más deliciosamente crueles que he visto.