[ por: Luis Felipe Zúñiga ]
Creo que la palabra «shame» causa más daño que «vergüenza», quizá la más convencional de sus variadas traducciones al español. Mientras la primera es brusca, veloz, punzante; la hispana, condescendiente. Sin embargo, lo vergonzoso, va de la mano con la deshonra pública, el desafuero social y las malas costumbres. Y en aquellos usos civiles, a lo sexual se le guarda especial recelo. De ahí lo certero de ambas palabras para resumir la trama de la nueva película del artista visual londinense Steve McQueen, Shame, que excepcional – y curiosamente – llegará a las salas chilenas la próxima semana con su título original, en inglés.
En su segundo largometraje, luego de debutar con la premiada Hunger (2008), McQueen ilustra con sutileza uno de los peores sínntomas del hombre moderno: la soledad. A través del cuidado perfil de un adicto sexual, Brandon Sullivan (Michael Fassbender), este otrora esteta inglés devenido en cineasta, idea a un ser humano carente de sentimientos, corroído por los impulsos, enfermo hasta el hastío.
Brandon respira lujuria. Se masturba en la ducha, mientra su contestadora replica los deseos carnales de alguna de las depositarias de su sexo. El computador con el que trabaja desaparece súbitamente: fue enviado a una rigurosa limpieza, pues su disco duro no resistía la alta carga pornográfica almacenada en el sistema. Brandon esquiva la responsabilidad. «Preocúpate de esos alumnos en práctica, colapsaron tu procesador con material porno», arguye erróneamente su jefe intentando dar con el motivo de la falla. Empero, no sabe que el verdadero derrumbe está al interior de su empleado. Brandon, representa a un exitoso yuppie neoyorquino, recluido en su propio ego sexual. Tal nivel de voluntario abandono lo hace incapaz hasta de enfrentar la llegada de su descarrilada hermana, Sissy (Carey Mulligan), en quien ve una amenaza más que una compañera. Y sobre quien teme lo peor: que por sus venas corra aquella sangre hedonista que a él lo aprisiona.
Shame, más que un violento fresco cinematográfico vertido de gruesas pinceladas eróticas, como perfectamente se podría esperar de McQueen – un artesano proveniente de lo puramente abstracto -, es un amargo drama que transita con cuidadoso equilibro tanto el arte conceptual como la convencional historia en desarrollada en los clásicos tres actos. Lo interesante viene entonces en saber cuál imagen, plano o secuencia, es belleza de primera clase y cuál es pura chatarra de explotación.
Sin duda, uno de los mejores estrenos del año. No se avergüence de decirlo.
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