Truman Burbank es real y ficticio. El protagonista de la película de Peter Weir es una persona a la que se hace habitar desde su nacimiento en un gigantesco estudio de televisión, de manera que su vida -recogida por millares de cámaras ocultas- se transforma en el contenido de un programa de gran éxito: The Truman Show. Todos los que le rodean -familia, amigos o vecinos- son actores, pero Truman mantiene su inocencia intacta, y esa circunstancia singular es el soporte de la popularidad del programa. Auténtico, y al tiempo personaje de una colosal e interminable representación. Truman remite al voyeurismo de los reality shows y a la proliferación del simulacro en el mundo contemporáneo; pero también al carácter engañoso de la percepción de la realidad y a la naturaleza falsa o fingida de nuestras propias vidas.
La de Truman transcurre en un marco idílico: una pequeña población americana de casas de madera y vallas blancas que parece extraída de un dibujo de Norman Rockwell. El escenario es tan perfecto que el espectador puede pensar que se trata de un enorme decorado, como de hecho se describe en el guión de la película, y como en efecto los productores llegaron a considerar construir en sus estudios de Los Ángeles. Sin embargo, y de forma paradójica, lo que en la ficción es un decorado se filmó en un lugar real: un pueblo de vacaciones en la costa de Florida proyectado en los ochenta por dos urbanistas de Miami, el arquitecto de origen cubano Andrés Duany y su esposa, la arquitecta y profesora Elizabeth Plater-Zyberk; y un pueblo, además, que se ha convertido en el símbolo del ‘nuevo urbanismo’ norteamericano.
Seaside es el mascarón de proa de un movimiento urbanístico hostil a la modernidad que se inició simultáneamente hace tres décadas a ambos lados del Atlántico. En Europa abarcaba desde las utopías antiurbanas de la izquierda libertaria hasta el historicismo hiperurbano del comunismo ortodoxo; las derivas situacionistas, que entendían la ciudad como un panorama azaroso de sucesos; el desurbanismo maoísta, empeñado en borrar los límites entre la ciudad y el campo; y el tradicionalismo marxista de arquilectos como Aldo Rossi o Leon Krier, programáticamente entregado a la reconstrucción de la ciudad preindustrial, tenían en común el rechazo de la modernidad burocrática de la posguerra. En Estados Unidos, esa reacción se manifestó a la vez en la contracultura ecológica y comunitaria de los campus californianos, y en el populismo urbanístico de Robert Venturi y Denise Scott-Brown que invitaban a aprender de Las Vegas; todos ellos se enfrentaban a la condición abstracta y deshumanizada de la arquitectura y la ciudad modernas.
Si lo habitual es que el decorado remede la realidad, en el show de Truman la realidad remeda un decorado: la programática Seaside de los nuevos urbanistas es en la película la plácida y ficticia Seahaven donde habita el protagonista; y edificios genuinos de Seaside se fingen escenografías en Seahaven para hacer entender al público que Truman se desenvuelve en un vasto estudio televisivo.
Esta mareante confusión está, sin embargo, en sintonía con los orígenes figurativos del nuevo urbanismo, que amalgamó la nostalgia comercial del pop americano y la melancolía resistente del fundamentalismo europeo; los solidarios e inocentes años cuarenta, y la arcadia soñolienta del siglo XIX; el liberalismo posmoderno de Venturi, y el izquierdismo antimoderno de Krier (un arquitecto, por cierto, que construyó en Seaside su propia casa de vacaciones con un lenguaje clásico, a la vez severo e ingenuo).
El modelo de este urbanismo es, de forma destacada, la calle mayor de Disneylandia, esa main street que reproduce en facsímil la del pueblo natal de su fundador, y que reconcilia el populismo feísta de Venturi con el historicismo vernáculo de Krier. Quizá por eso no puede sorprender que la más ambiciosa realización del nuevo urbanismo haya sido precisamente Celebration, un conjunto en todo similar a Seaside, levantado cerca de la ciudad de Orlando, en Florida, y propuesto como prototipo de una revolución comunitaria e inmobiliaria que haga de la multinacional del ratón la compañía Levitt del siglo próximo, utilizando su experiencia en las realidades ficticias del celuloide y los parques de atracciones para construir las ficciones realistas de las nuevas urbanizaciones, que prometen a sus habitantes una vida sedada, deshuesada de conflictos, sonriente y trivial.
Esta vida falsa y amable es la de Truman, que en su propio nombre incorpora ya la ambigüedad contemporánca de los deslizamientos equívocos entre realidad y ficción; porque el trueman, el hombre auténtico, lleva por cínico apellido Burbank, la zona de Los Ángeles donde se concentran la mayor parte de los grandes estudios cinematográficos y de televisión: NBC, la sede del mítico Tonight Show; The Burbank Studios, compartidos por Warner Bros y Columbia; Universal Studios, cuyo recorrido turístico es una de la mayores atracciones de California; y Disney, curiosamente los únicos estudios que no están abiertos al público.
Truman Burbank es, pues, un oxímoron onomástico, que en su paradoja ilustra nuestra condición contradictoria: perseguimos lo genuino, pero sólo sabemos construir facsímiles; criticamos las falsificaciones azucaradas del nuevo urbanismo, pero nos entregamos a las ficciones narcóticas que nos protegen; declaramos encarar la realidad, pero preferimos la versión analgésica de la misma que nos suministran los medios. El mundo de Truman es el nuestro. Desde el fondo de la caverna contemplamos la sucesión de las sombras, y soñamos soñar que alguien nos sueña.
*Publicado originalmente en la revista ArquitecturaViva 63, Noviembre-diciembre 1998. Página 112.* Transcrito por Andrés Daly. Todas las imágenes agregadas por 35milimetros.